Hay ciertamente un abismo entre estos dos personajes, pero los une una muerte inexorable (como a todos nosotros, sólo que un poco desdibujada la sentencia). Cuando ambos personajes fueron notificados de sus respectivos cánceres, ambos iniciaron una carrera contra reloj (individual y por equipos como se dice en el ciclismo), para hacer todo lo que fuera posible antes de partir. Ambos estaban muy conscientes de su legado, de su importancia en la historia; ambos dejaban hijos y familia (Chávez tenía lo suyo), y muy seguramente se anegaron en llanto muchas veces, siempre en la intimidad y en silencio, por la pena que produce abandonar no sólo la vida (que siegue siendo fantástica) sino las cosas y las personas más queridas. También hay un importante detalle por el que no puedo pasar de largo, y es que ambos tuvieron este mismo pensamiento, en un momento determinado: "Yo no debo morir", o a lo mejor, "yo no me puedo morir", que es un pensamiento muy legítimo, y que todos tenemos, sin importar que no seamos tan trascendentes como los personajes en cuestión.
¿Por qué no podía morir Steve? Porque su muy acariciada Manzana podía caer en manos de gente muy mediocre (algo a lo que le temió toda la vida), y además, a algún "estúpido"(palabra muy frecuente en su diccionario) se le ocurriría abrirle la puerta a la tecnología "Flash" de Adobe, y vendríamos a ser todos los usuarios de Mac unos perfectos "estúpidos" a merced de los caprichos y de los gustos de la "Stream" de la red. Además, esos mismos estúpidos, harían Ipads más pequeños, Iphones menos inteligentes, y la tecnología "only human" se vería abocada a lápices, stylos y otros adminículos que rayarían las costosas pantallas hechas con tierras raras chinas en Foxcom- Apple. "La estupidez sigue a la muerte", podría ser la frase lapidaria que acompañaría a la tumba al genio de las computadoras, que a no negarlo, nos cambió la vida en muchos sentidos. Steve aceptó la muerte con cierto estoicismo, como corresponde a un hombre que tocó con sus propias manos los principios fundamentales del budismo, al que acompañó en su juventud con serias dosis de marihuana para entrar con absoluta conciencia por los caminos de Siddhartha.
¿Y por qué no debía morir Hugo? Porque su muy acariciada revolución bolivariana, o socialismo del siglo XXI, podría caer en manos de gente muy mediocre (algo que temió toda su agitada vida), y además algún "estúpido" (palabra que coloco aquí como un eufemismo, para las palabrotas que solía emplear el comandante para con sus enemigos personales, políticos e ideológicos) se le ocurriera abrirle la puerta al capitalismo, y vendrían a ser todos los venezolanos (chavistas claro está), unos perfectos "estúpidos" a meced de las reglas y de los caprichos del mercado abierto y salvaje del capitalismo. Además esos mismos "estúpidos", le entregarían a la rancia oligarquía bolivariana venezolana, su más preciado botín político, económico y social: PDVESA, para que la administre y olvide el compromiso social del petróleo (esto no es Arabia, señores!). También "esta caterva de vencejos"acabaría con las misiones populares y los médicos y visitadores sociales de Cuba tendrían que regresar a su tierra sin pena, ni gloria ni condecoraciones. Hugo no aceptó la muerte con estoicismo; se revolcó contra ella, como corresponde a los latinos que siempre estamos esperando milagros de última hora, principio fundamental del cristianismo popular que tenemos desde tiempos inmemoriales, al que acompañó con visitas de santeros, imposiciones de manos, unciones en la catedral, y abrazos de sus seguidores que le comunicaban "vida de alguna manera", como suele suceder en el realismo mágico. "La rabia sigue a la muerte". Hugo fue el ícono de algo que huele mal por la espina dorsal de América Latina, y es esta desigualdad aberrante a la que nos acostumbramos. Hay que reconocerle una muy loable idea, desarrollada de la manera más "estúpida.
Paz en sus tumbas, ambos creyeron en algo mágico: "yo no debo morir", "cómo será el mundo sin mí!?", pero olvidaron las lecciones de la historia, algo así como la puerta de Alcalá, que ha visto pasar el tiempo: nadie es absolutamente imprescindible, aunque sea Steve Jobs o Hugo Chávez.
padre Juan Carlos Díaz C